El otro día mi compañera de piso, que coordina el programa de prácticas en la ONG y es profesora de desarrollo económico, vino a casa diciendo que había tenido un día muy, muy malo. Todo lo que pude entender, ya que estábamos entre francófonos y su francés es tan malo como el mío, es que un alumno suyo se había ido en pelota picada a la playa después de hablar con un “byfal”. Esto no habría pasado más que por una excentricidad si no fuera porque en Senegal las playas se usan a modo de gimnasio público y están más abarrotadas que El Retiro un domingo. El “byfal”, me he ido enterando después, es como una especie de santero al que le tienen mucho respeto aquí. El alumno en cuestión es un tal Bencent (pronúnciese Vincent), de la universidad de Pensilvania, al que conocí yo. Un tío majo y en apariencia, normal.
El caso es que el sábado pasado, en la fiesta de cumpleaños de esta compañera de piso mía, conocí a un compañero de clase de Bencent, Cody, que me contó la historia de su amigo. Como esa noche descubrí dos botellas de un vino chino bastante asequible que no estaba nada malo de sabor, a la mañana siguiente gran parte de la historia se había perdido. Pero he aquí lo que recuerdo.
Bencent es un tío carismático y listo, pero a veces peca de inocente. En una excursión a la playa con el resto de la clase un santero se les aproximó para pedir dinero. Todos se excusaron excepto Bencent, quien vio en el santero algo que le atrajo. Le dio unas monedas y se quedó escuchando algo de lo que le decía. Parece ser que este santero tenía mucha labia y sabía como llegar al corazón de la gente. Cuando Bencent se despidió el santero le dijo que podía encontrarle en esa zona siempre que quisiera y que siempre estaría dispuesto a hablar con él.
Bencent empezó a frecuentar su compañía y a escuchar las historias sobre los espíritus de los hombres, el cielo y la tierra que el santero tenía que contar. Aprendió que en los gatos se esconden los espíritus intranquilos y que en los animales negros hay un diablo agazapado, que es la sangre de los animales donde residen los espíritus y que hay que adorar a los árboles antes que a nada. Viniendo de Estados Unidos esto abrió un mundo nuevo a Bencent quien comenzó a creer en el animismo. Cody, quien hasta ahora había sido su mejor amigo en Senegal, dejó de verle tan frecuentemente. Un día preguntó por él a la familia senegalesa con la que se hospedaba y le dijeron que llevaba varios días sin dormir allí.
En clase Bencent rehuyó las preguntas sobre dónde había pasado la noche, pero Cany intuyó que las había pasado en la playa durmiendo bajo las estrellas junto al santero. Le preguntó por el amuleto que llevaba. Bencent contestó: “Me lo ha dado el santero. Ha dicho que con este amuleto puedo conseguir todo lo que quiera. Y es cierto. El otro día fue a una tienda. Pedí un bote de aceitunas, me fui sin pagar y no me dijeron nada.” Cody le comentó que eso era porque era blanco y nadie se atrevía a decir nada pero Bencent no lo aceptó. Dijo que también en los restaurantes había comido de gratis desde que tenía el amuleto.
El día que paseó desnudo por la playa, llevaba sólo el amuleto en la muñeca izquierda. Cuando oyeron la historia todos sus compañeros de clase se quedaron conmocionados pues no era nada propio de él. La que más se aterrorizó fue la madre de la familia con la que se quedaba quien era la única que se daba cuenta de la verdadera magnitud del problema. Le echó una bronca inmensa por haber seguido al santero y le reprochó el amuleto. Fue con él hasta el santero y pasó más de media hora gritándole en Wolof delante de Bencent. Hasta que el santero pronunció unas palabras y ella pudo quemar el amuleto. Le explicó que por medio de los amuletos los santeros pueden tomar posesión del alma de las personas.
Bencent tendría que haber cogido un avión de vuelta a Estados Unidos hace una semana. Nadie sabe si lo ha cogido. Mi compañera de piso quiere hablar con sus padres para asegurarse de que ha llegado sano y salvo.
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